lunes, octubre 26, 2009

Ser o no ser...

Bucay es un autor que me gusta leer cuando tengo los engranajes de mi alma a todo vapor. Siempre me da una respuesta, siempre me recrea vivencias tan universales y tan comunes a todos que, a veces, me espanto leyéndolo y pensando a la vez: "¿Será que este gordito me sabe algo?".

Este texto lo publiqué en los inicios de Azules, cuando solo yo me leía y no aspiraba ni de lejos a tener tantas visitas y a conocer a personas tan maravillosas, así que lo rescato y se los dejo nuevamente, seguramente no los dejará indiferentes...












-Y este es tu cuento, Demián -siguió el gordo-. Cuando no tenés registro de tu dependencia frente a la mirada de los otros, vivís temblando frente al posible abandono de los demás que, como todos, aprendiste a temer.

Y el precio para no temer es acatar, es ser lo que los demás, "que tanto nos quieren", nos presionan a ser, nos presionan a hacer y nos presionan a pensar.

Si tenés "la suerte" del personaje de Papini y el mundo, en algún momento, te da la espalda, no tendrás más remedio que darte cuenta de lo estéril de tu lucha.

Pero si no sucede así,
si tenés la desdicha de ser aceptado u halagado,
entonces...
estás abandonado a tu propia
conciencia de libertad,
estás forzado a decidir:
acatamiento o soledad;
estás atrapado entre ser lo que debes ser
o no ser nada para nadie.
Y de allí en más...
podrás ser,
pero sólo, solo y sólo para vos.

Jorge Bucay
"Recuentos para Demián"
(En España se llama "Déjame que te cuente")



jueves, octubre 22, 2009

Un tren sobre la tierra...

Ya no recuerdo bien cómo fue que su tren entró en mi vida, lo que sí se es que desde entonces no ha pasado un día en que no de las gracias por sus rieles. Ella se llama Leo, yo la llamo la Maga de las palabras. En todos los meses en que he leído su corazón puesto en palabras, no me he encontrado nada que no me haya conmovido hasta los huesos, que no me haya erizado la piel y que no haya traducido de manera contundente, esta torpeza mía para expresar lo que me borbotea por dentro, porque ¡ya quisiera yo escribir la milésima parte de bien que ella! Así que me he "robado" con su permiso (¡Gracias, Maga, te quiero!) uno de sus textos, en la decisión final y tantas veces postergada, por lo difícil que me ha resultado, de escoger uno cualquiera, porque por mi me los traería todos. Este texto me ha tocado muy de cerca, por eso me salgo de la línea de un post por semana: tenía que traérmela a Azules ¡ipsofactamente!









Postoperatorio...

A mí las bombas me estallan en silencio. Por fuera quedo intacta, pero la onda expansiva revienta todas las ventanas desde dentro. El corazón vuelve a romperse en todos sus pedazos. Camino y voy dejando un triste rastro de cristales por los corredores. Caen de debajo de la camiseta, desde la pernera de los pantalones, de la punta de los dedos. Lágrimas que cristalizan. Qué apuro. Y qué cansino. Otra vez recogedor en mano.


Al final junto más trozos de los que tenía, y me sale un corazón hipertrofiado, mucho mayor que el de antes. Y necesito pedir ayuda para las cirugías: que si ahora no entra en el pecho. Que sí, que sí que entra: venga, tú, separa las costillas, que yo lo empujo. Y ahora siéntate encima, mientras yo trato de cerrar la cremallera.

Durante el postoperatorio, aprieta el pecho y da un poco de miedo. Pero luego da de sí. Lo mismo que las horas. Al final incluso deja de oler a pegamento. Y se licuan las lágrimas. Y regresa la sangre a la punta de los dedos, a la pernera de los pantalones. Y aparece un hombrecito vestido de naranja que se descuelga de un andamio desde la azotea, por dentro, y limpia una a una todas las ventanas.

Leo
Un tren sobre la tierra

lunes, octubre 19, 2009

El mundo iluminado...

Una amiga de mi madre, monja desde hace cincuenta años, la visita un tiempo durante las primaveras, con la sonrisa infantil y el espíritu audaz de quienes todos los días le descubren un prodigio a su destino. Hace unos años, tuvo un accidente que la hubiera dejado paralítica de por vida, si su empeño no la pone a luchar con toda clase de aparatos y terapias hasta conseguir moverse despacio, apoyada en un bastón y en el deseo ingobernable de bastarse a sí misma. El mes pasado llamó desde el convento en que vive y yo, que no pude resistirme a escucharla por el otro teléfono, la oí responder a la pregunta de mi madre interesada en saber de su salud y su estado de ánimo: ¿Cómo he de estar? La vida es una fiesta.

Con semejante axioma como tesoro, dejé de oír la conversación y me senté en el suelo tibio y las plantas del patio que mi madre metió a su casa como quien mete un pedazo de convento sevillano. Estuve ahí un rato, sintiendo a los niños jugar con el perro, mirándome los pies y contándome las venitas lilas que a las mujeres de mi familia les proliferan en las piernas después de cierta edad. "Así se empieza", me dejé pensar. Un pedazo de sol entraba por el hoyo en el cielo que ilumina el patio y todo, hasta el aire ardiendo del mayo sin lluvias, me resultó sosegado y hospitalario como debe ser siempre la vida.

Cuando quiere elogiarme, la antropóloga Guzmán, antes mi madre, elogia la sabiduría con que elijo a mis amigas. Ese día me tocó devolverle el piropo. Al terminar su conversación con Aura Zafra me sorprendió divagando en su patio, y antes de oír su mirada de ¿qué haces ahí perdiendo el tiempo?, le dije:

- Cualquiera pensaría que su respuesta es la de una corista en mitad de un espectáculo.

´Así es Aura - contestó ella.

- Es una maravilla.

Medio coja, medio vieja, medio pobre, medio encerrada, y nada tonta, esa mujer considera que la vida es una fiesta, quiere decir lo obvio, que tiene la fiesta dentro que se busca razones para retenerla.

¿Qué cantidad de trabajo y talento habrá que dedicarle a ese empeño? Llegar a los sententa y un años dispuesta a hacer la misma declaración. Vivir en los cuarenta y cinco o en los setenta, sin cederle terreno al tedio y la desesperanza.

- ¿Cómo le hace? - le pregunté a la antropóloga.

- Dice que abriendo ventanas - contestó mi madre.

- ¿Y eso qué quiere decir?

- Cuando se lo pregunté me contestó que lo pensara yo - dijo la antropóloga.


Ángeles Mastretta
"El mundo iluminado"
Alfaguara, 1999

lunes, octubre 12, 2009

Mujer que busca Amor...

Había una vez una mujer que buscaba el amor. Lo buscaba de un lado a otro de la vida averiguando sus paraderos y preguntando por sus maneras. Lo buscaba intensamente.

Se ponía su piel y sus tocados de mujer y salía a buscarlo inventando baladas en los anocheceres y valses en las medias noches.

Se ponía sus mejores ojos y sus mejores labios y salía a buscarlo con caricias que después quedaban por ahí como palomas mojadas.

Ella y el amor se desencontraban siempre.Ella iba y él venía. Ella andaba por la selva y el amor por el desierto. Ella en el desierto y el amor en las alturas.
Ella en las orillas de arena y el amor dando vueltas por el Obelisco.

Lo buscaba en los puentes, en los túneles, en las avenidas, en los caminos de tierra. Todo un itinerario de búsquedas con líneas rectas y curvas que se fueron agregando a las líneas de sus manos.

A veces salía a buscarlo con herraduras de siete clavos.
A veces con la rosa de los vientos mojada en agua de rosa mosqueta.
Otras veces con tréboles de cuatro hojas latiendo en la mitad del pecho.

Creyó encontrarlo en los halls de los cines, en los museos, en los aeropuertos, en los bares, pero sólo fueron señales equivocadas. Ilusiones de los ojos. Encantamiento de los labios.

Un día dejo de buscarlo.
Guardó las herraduras y los tréboles en los cajones.
Dejó que la rosa de los vientos se fuera con el viento del sur y salió a la vida por otra puerta.

Caminó de un lado a otro tratando de saber cómo eran esos caminos. Cómo era caminar sin buscar el amor. Sin esperarlo. Ir por la vida sin el reloj de los desencuentros. Andar con cada cosa en su lugar.El corazón cumpliendo sus latidos y los ojos cumpliendo sus miradas. Andar así era un alivio de cuatro hojas.

Una tarde volvía de cualquier lado, caminando como si el paraíso pasara por esa calle. Iba como en el aire, pensando en cualquier cosa florecida. Iba con el reloj en ninguna hora y el corazón en ninguna espera.

Caminando así dobló la esquina y ahí estaba el amor.

Ahí estaba, esperándola con un aire de selvas y de océanos, en medio del ruido de los autos y de los semáforos florecidos.

Ahí estaba, con esa pluma de paloma en la solapa.

Con ese ramito de lavanda que no se había marchitado aunque ella hubiera demorado tanto tiempo en llegar.

Lía Schenk

lunes, octubre 05, 2009

No hay mal que dure cien años...




A veces uno despierta en medio de la oscuridad más absoluta, aunque afuera brille el sol, se perdió el rumbo, no se sabe dónde es arriba y dónde abajo, y golpeándonos contra las paredes, luchamos por salir sin éxito... sin saber bien cómo o por qué, tocamos fondo y nos deshacemos en lágrimas, sin fuerzas para respirar, nos abandonamos al dolor...


Y un día, nos ponemos el mundo por montera y salimos a conquistar a los demonios... el sol nos calienta de nuevo, el corazón se nos llena de primavera y la magia vuelve a alcanzarnos... casi podemos escuchar las cosas buenas que vienen desde lejos a nuestro encuentro... Cuando eso pasa solo hay que abrir los brazos para recibir... y sonreír, sonreír siempre... atesorando esta cálida sensación para que cuando regresen los inviernos del alma, nos recuerde que volver a sonreír es posible...


Diría la abuela que no hay mal que dure cien años, ni cuerpo que lo resista...
Como prometido, aquí estamos de regreso, ¡gracias por la paciencia!